El día 23 de abril de 1616, en la calle de León, en Madrid, acogido a la beneficencia de un
clérigo, rodeado de gente pobre y de mujeres de mala reputación que cuidaron de él hasta el
último momento, olvidado de la corte y de todos, un genio esclarecido, moría cristianamente.
Vestido con el hábito de la venerable orden tercera de San Francisco, en su última agonía,
sobre el umbral de la puerta, rodeado por un haz de luz, vio la figura de un caballero que le
miraba intrépido. Se diría de sus ojos que brillaban encendidos con el fulgor de la locura, pero
en realidad lo que expresaban aquellos ojos era el brillo de la inmortalidad.
El moribundo grito en voz alta: "¿y este qué?" y el mismo, de manera calmada, a sí mismo,
dulcemente se respondía: "¿y a ti qué? si yo quiero que él se quede y tu vengas, ¿a ti qué?. Tú
sígueme".
Sus hermanos de profesión y otros que en aquél trance le cuidaban pensaron que deliraba,
pero aquella sólo era su particular manera de rezar. Caballero andante de la palabra, recitaba
el final del Evangelio de San Juan.
Kahaba de peregrinos, templo de ídolos o claustro de monjes cristianos, pliegos del Corán o
tablas de la Ley, su corazón era ya pradera de gacelas. Cabalgaba sin llevar otro trote que aquel
que su caballo quería, sin otra cabalgadura que la del amor: su única fe, su credo: LA PALABRA,
su única ley.